miércoles, 22 de agosto de 2012

Aprender a detectar las mentiras, artículo de Luis Muiño

Fuente original del artículo:
http://www.lavanguardia.com/estilos-de-vida/20120809/54335262338/aprender-a-detectar-las-mentiras.html


A principios del siglo XVII, la joven y pendenciera monja Catalina de Erauso escapa, disfrazada de campesino, del convento donde ha sido enclaustrada por sus padres. Durante los siguientes años no abandona su disfraz masculino. Se alista como soldado, lucha en la Guerra de Arauco contra los mapuches y es ascendida a alférez. El engaño no es descubierto hasta que es detenida y ella misma confiesa para no ser ajusticiada. Años después, publica sus memorias y hace famoso el apodo de la Monja Alférez. Catalina de Erauso es sólo uno de los muchos ejemplos históricos de grandes embaucadores. Por las mismas fechas, sin ir más lejos, el monje Grigori Otrépiev consiguió llegar a ser zar de Rusia (hoy se le conoce como Dimitri I el Falso) alegando ser el hijo menor de Iván el Terrible superviviente de un intento de asesinato. Y un par de décadas después del fallecimiento de Catalina, nacía George Psalmanazar, supuesto nombre del fascinante sujeto que asombró y estafó a la alta sociedad londinense con las descripciones de su supuesto lugar de nacimiento. El estrambótico Psalmanazar contaba que en su país (la actual Taiwán) se chupaba la sangre de una serpiente venenosa cada mañana para conservar la juventud y vivir los ciento veinte años habituales; se sacrificaban miles de jóvenes cada día en crueles ceremonias y se hablaba formosiano, una lengua que este impostor inventó para poder vender traducciones de la Biblia y dar clases en la universidad. Sus fábulas le convirtieron en un caballero respetado y millonario a pesar de que cometió el pequeño error de situar, en el título de su libro, la isla de Formosa (el actual Taiwán) en Japón.

La mentira ha sido siempre parte esencial de los manejos humanos y por eso aceptamos, sin escándalo, que fuera fácil engañar a los demás en otras épocas. Hasta fechas recientes, los datos eran prácticamente imposibles de comprobar, las afirmaciones no se hacían delante de las cámaras –por lo que no se podía hacer análisis del contenido o la forma de expresarlas– y las ciencias que analizan el embuste no estaban desarrolladas. Era relativamente fácil el éxito de mentirosos legendarios como el barón de Münchhausen.

Hoy en día, sin embargo, disponemos de muchos más medios de detección del fraude. Y confiamos en que los avances científicos nos lleven a ser capaces de distinguir cuándo nos dicen la verdad. Los medios de comunicación se han llenado de artículos con titulares del tipo de “Cómo saber cuándo nos mienten nuestros hijos” o “Decir la verdad en pareja es la mejor estrategia de comunicación”. Y la serie de televisión Lie to me, centrada en un equipo de investigadores que tiene la habilidad de leer y decodificar la comunicación no verbal de las personas, ha vuelto a poner de moda la idea de que existen métodos seguros para saber si los demás nos están intentando engañar.

Paul Ekman es uno de los científicos que se sitúan en ese polo optimista acerca de la moderna detección de la mentira. Este profesor jubilado de la Universidad de California, hijo de una mujer que padecía trastorno bipolar y que se suicidó durante la infancia del psicólogo, se convirtió en su madurez en un hombre famoso a raíz de sus publicaciones acerca del tema. Ekman afirma que podemos pillar a los mentirosos a partir de la comunicación no verbal, la que no depende de las palabras. Su hipótesis es que la ciencia puede llegar a descubrir las falsedades no por lo que las personas dicen, sino por cómo lo dicen: nuestros movimientos corporales, nuestros gestos y las inflexiones de voz traicionan nuestros embustes.

Un ejemplo: la falsa sonrisa, según él, se distingue porque no alzamos las mejillas ni acompañamos la expresión con los músculos de los párpados. Y aunque consigamos fingir bien y ser convincentes, se nos escaparán microgestos. Taparnos la boca (simbolizando que no somos nosotros los que hablamos); agitarnos mucho más en nuestros asientos de lo habitual; emitir una excesiva cantidad de gestos de indiferencia (como quitándole importancia a lo que estamos diciendo); contactar con nosotros mismos (el “toque nasal” con el que nos frotamos o apretamos la nariz, el “auto-abrazo” en el que el cuerpo se repliega sobre sí mismo o el “dibujo de labios” pasando el dedo alrededor de ellos) o excedernos (la excesiva cara de alegría que ponemos cuando vemos a alguien que no nos apetece saludar) son ejemplos de este tipo de comunicación no verbal fugaz que, según esta tesis, nos delata.

Basándose en teorías como las de Ekman, muchos científicos desarrollan en la actualidad métodos para analizar las mentiras ajenas. Stephen Porter, del laboratorio de Psicología Forense de la Universidad de Dalhousie, realizó por ejemplo un experimento en el que pidió a varios voluntarios que expresaran alegría ante una serie de imágenes, algunas de ellas perturbadoras. En el artículo en el que publicó los resultados (Identifying concealed and falsified emotions in universal facial expressions) afirmó que la cara delataba a las personas cuando expresaban un falso sentimiento. Señales sutiles como un parpadeo de ojos, un microgesto de asco o una frente sudorosa permitían distinguir, según él, cuando la persona estaba mintiendo.

La comunicación no verbal no es el único criterio que se analiza en este tipo de técnicas: el contenido del discurso sirve también, supuestamente, para detectar fraudes. En las últimas décadas, por ejemplo, se está perfeccionando un método conocido como CBCA, análisis de contenido basado en criterios. En principio, este método era usado para evaluar la credibilidad del testimonio infantil. Pero últimamente se ha extendido su uso para adultos. La hipótesis subyacente es que los seres humanos nos comunicamos de forma diferente cuando narramos algo que hemos visto o algo que nunca hemos presenciado y estamos inventando maliciosamente. En un caso estamos recordando, en otro fabulando: la verdad ya existe, sólo la falsedad tiene que inventarse. Y eso puede apreciarse en la forma de trasmitir el hecho.

Para dilucidar si un testimonio es verídico, el CBCA analiza 19 factores del contenido del discurso. Un ejemplo: cuando una persona miente, es más raro que añada detalles superfluos a lo que está contando. Alguien que inventa no se suele detener a describir cómo era la silla o cuánta gente había en el local, porque supone demasiado gasto de energía mental para una persona que tiene que crear lo que está contando. La misma idea está detrás de los otros factores: las personas que mienten no suelen hacer correcciones espontáneas de su propio testimonio, no suelen aludir a lo que sintieron mientras ocurrían los hechos, no suelen admitir que a veces no se acuerdan de algún detalle...

Cada vez hay más hipótesis e investigaciones sobre las falsas narraciones. Y, sin embargo, no parece muy claro que la detección de la mentira haya avanzado mucho en las últimas décadas. Por una parte, la vida pública sigue llena de mentirosos a los que no se desenmascara hasta que cometen errores garrafales (como George Psalmanazar) o deciden confesar (como la Monja Alférez). En las últimas décadas, los políticos han seguido engañando al sostener la existencia de armas de destrucción masiva o asegurando no haber tenido relaciones sexuales con su empleada semanas después de disfrutar de una felación. Algunos maridos desconsolados han aparecido en televisión, asimismo, haciendo lacrimógenos llamamientos para encontrar pistas de sus mujeres desaparecidas después de asesinarlas. Y los tramposos siguen inventando y suplantando: desde el periodista italiano que fabrica entrevistas y publica en las redes sociales falsos fallecimientos de personajes famosos hasta la mujer que usó su supuestamente dramática historia (que incluía novio muerto en el 11-S con el que estaba a punto de casarse) para hacerse con la presidencia de la Red de Supervivientes del World Trade Center sin haber estado ni siquiera en Estados Unidos en esas fechas… ni tener, por supuesto, ningún novio en las Torres Gemelas.

Por otra parte, en la vida privada da la impresión de que tampoco ha mejorado nuestra capacidad de detección del fraude. Jaume Massip, profesor de la facultad de Psicología de la Universidad de Salamanca, escribió en el 2005 un artículo que titulaba: “¿Se pilla antes a un mentiroso que a un cojo?”, en el que aseguraba que no hay evidencias de que tengamos capacidad para detectar al que miente. Sus análisis arrojan como resultado que la precisión humana para juzgar correctamente una declaración está en torno al 55%. Es decir: de cada cien afirmaciones de otras personas, acertamos 55 y fallamos 45. Viene a ser más o menos como si juzgáramos al azar.

Y es que los demás nos siguen engañando sin problemas porque sigue siendo difícil saber qué es mentir y continuamos teniendo muchas razones para cortocircuitar nuestros sensores de la honestidad. A pesar de los supuestos avances en la investigación, no está claro que sea posible saber siempre la verdad y, en realidad, tampoco es seguro que prefiramos que los que nos rodean no nos mientan nunca.

Respecto a lo primero, la detección fiable de la mentira es incompatible con la complejidad de los sentimientos humanos. Las técnicas más científicas se basan en un postulado: engañar crea unas emociones determinadas y decir la verdad, otras. La consecuencia sería, por ejemplo, que fabricar embustes nos crearía ansiedad y contar las cosas tal como sucedieron nos relajaría. Si fuera así, las técnicas serían cada vez más rigurosas, porque detectar el nerviosismo (y su consiguiente hiperactivación del sistema nervioso autónomo) es relativamente sencillo.

Pero la sentimentalidad humana es más compleja. Nos podemos sentir desasosegados contando la verdad y tranquilos mintiendo. Un ejemplo cotidiano: hay personas que parecen engañar a sus parejas cuando cuentan el tiempo de más que se han pasado en su oficina porque se sienten culpables por su falta de organización o por la poca asertividad demostrada para salir a la hora. Y, sin embargo, esos mismos individuos pueden inventar ficciones cómodamente para cubrirse las espaldas mientras están con un amante, porque en su fuero interno no creen estar engañando a su pareja.

Esta complejidad de sentimientos como la culpa o la vergüenza es, por ejemplo, la causa del fracaso del polígrafo, una herramienta que utiliza variables como el ritmo cardiaco y respiratorio o la presión arterial para detectar la supuesta ansiedad de los mentirosos. El problema de esta técnica es que un asesino de carácter psicopático y tranquilo, que no se sienta culpable por lo que ha hecho y que haya dormido bien el día anterior, tiene bastantes posibilidades de no ser detectado. Y, sin embargo, la pareja de la víctima, si se siente responsable de la muerte por no haberla protegido, lleva días sin descansar y establece una tensa relación con el investigador, es fácil que aparente ser culpable a la luz de los datos. De hecho, el psicólogo de la Universidad de Minnesota David Lykken afirma que, cuando se realizan pruebas en condiciones verdaderamente científicas, se llega a la conclusión de que alguien que dice la verdad tiene un 53% de posibilidades de quedar como un mentiroso ante el polígrafo, la máquina de la verdad.

La otra razón que dificulta la detección de la mentira es nuestra propia capacidad de autoengaño. Es lo que la psicóloga Maureen O’Sullivan, de la Universidad de San Francisco, llama “necesidad de creer a los que queremos”.

Por una parte, vivir en la continua sospecha sería muy tenso. En los experimentos que analiza el artículo de Massip, se evidencia que somos más eficaces a la hora de detectar la honestidad. Tendemos a dar por hecho que la otra persona no miente y por eso, cuando alguien nos dice la verdad, acertamos en un 60% de los casos. El problema lo tenemos cuando nos intentan colar gato por liebre: sólo nos percatamos en la mitad de los casos. Y está bien que sea así: nuestra forma de amar, admirar y seguir a determinadas personas incluye aceptar que nos engañen. Como afirmaba el escritor italiano Cesare Pavese, “el arte de vivir consiste en el arte de aprender a creer en las mentiras”. La necesidad de este mecanismo es muy clara si nos planteamos la “utopía de la verdad”: ¿Le gustaría saber en todo momento lo que de verdad piensan los demás de usted? ¿Cree que alguien resistiría estar a su lado si usted supiera siempre todo acerca de esa persona?

Para evitar esto, la mentira seguirá, probablemente, estando a salvo. Y, de hecho, los datos muestran una y otra vez que todos mentimos y que todos necesitamos creer que tenemos trucos para que los demás no nos engañen. Aunque la ficción invente personajes que saben siempre la verdad y aunque todos creamos tener trucos para detectar el embuste de los que tenemos cerca (esa mirada huidiza de nuestra pareja, ese gesto desplazado de nuestro hijo o esa rara conducta de evitación de nuestro jefe), las señales infalibles siguen sin encontrarse.

Nietzsche afirmó: “Lo que me preocupa no es que me hayas mentido, sino que de ahora en adelante ya no podré creer en ti”. Quizás el objetivo final de los que desarrollan instrumentos para la detección de la mentira no sea tanto llegar a tener alarmas contra impostores, sino algo mucho más importante: ayudarnos a seguir creyendo que podemos confiar en los demás porque sabemos detectar sus embustes. 





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