Fuente original del artículo:
http://www.lavanguardia.com/estilos-de-vida/20120809/54335262338/aprender-a-detectar-las-mentiras.html
http://www.lavanguardia.com/estilos-de-vida/20120809/54335262338/aprender-a-detectar-las-mentiras.html
A
principios del siglo XVII, la joven y pendenciera monja Catalina de Erauso
escapa, disfrazada de campesino, del convento donde ha sido enclaustrada por
sus padres. Durante los siguientes años no abandona su disfraz masculino. Se
alista como soldado, lucha en la Guerra de Arauco contra los mapuches y es
ascendida a alférez. El engaño no es descubierto hasta que es detenida y ella
misma confiesa para no ser ajusticiada. Años después, publica sus memorias y
hace famoso el apodo de la Monja Alférez. Catalina de Erauso es sólo uno de los
muchos ejemplos históricos de grandes embaucadores. Por las mismas fechas, sin
ir más lejos, el monje Grigori Otrépiev consiguió llegar a ser zar de Rusia
(hoy se le conoce como Dimitri I el Falso) alegando ser el hijo menor de Iván
el Terrible superviviente de un intento de asesinato. Y un par de décadas
después del fallecimiento de Catalina, nacía George Psalmanazar, supuesto
nombre del fascinante sujeto que asombró y estafó a la alta sociedad londinense
con las descripciones de su supuesto lugar de nacimiento. El estrambótico
Psalmanazar contaba que en su país (la actual Taiwán) se chupaba la sangre de
una serpiente venenosa cada mañana para conservar la juventud y vivir los
ciento veinte años habituales; se sacrificaban miles de jóvenes cada día en
crueles ceremonias y se hablaba formosiano, una lengua que este impostor
inventó para poder vender traducciones de la Biblia y dar clases en la
universidad. Sus fábulas le convirtieron en un caballero respetado y millonario
a pesar de que cometió el pequeño error de situar, en el título de su libro, la
isla de Formosa (el actual Taiwán) en Japón.
La
mentira ha sido siempre parte esencial de los manejos humanos y por eso
aceptamos, sin escándalo, que fuera fácil engañar a los demás en otras épocas.
Hasta fechas recientes, los datos eran prácticamente imposibles de comprobar,
las afirmaciones no se hacían delante de las cámaras –por lo que no se podía
hacer análisis del contenido o la forma de expresarlas– y las ciencias que
analizan el embuste no estaban desarrolladas. Era relativamente fácil el éxito
de mentirosos legendarios como el barón de Münchhausen.
Hoy
en día, sin embargo, disponemos de muchos más medios de detección del fraude. Y
confiamos en que los avances científicos nos lleven a ser capaces de distinguir
cuándo nos dicen la verdad. Los medios de comunicación se han llenado de
artículos con titulares del tipo de “Cómo saber cuándo nos mienten nuestros
hijos” o “Decir la verdad en pareja es la mejor estrategia de comunicación”. Y
la serie de televisión Lie to me, centrada en un equipo de investigadores que
tiene la habilidad de leer y decodificar la comunicación no verbal de las
personas, ha vuelto a poner de moda la idea de que existen métodos seguros para
saber si los demás nos están intentando engañar.
Paul
Ekman es uno de los científicos que se sitúan en ese polo optimista acerca de
la moderna detección de la mentira. Este profesor jubilado de la Universidad de
California, hijo de una mujer que padecía trastorno bipolar y que se suicidó
durante la infancia del psicólogo, se convirtió en su madurez en un hombre
famoso a raíz de sus publicaciones acerca del tema. Ekman afirma que podemos
pillar a los mentirosos a partir de la comunicación no verbal, la que no
depende de las palabras. Su hipótesis es que la ciencia puede llegar a
descubrir las falsedades no por lo que las personas dicen, sino por cómo lo
dicen: nuestros movimientos corporales, nuestros gestos y las inflexiones de
voz traicionan nuestros embustes.
Un
ejemplo: la falsa sonrisa, según él, se distingue porque no alzamos las
mejillas ni acompañamos la expresión con los músculos de los párpados. Y aunque
consigamos fingir bien y ser convincentes, se nos escaparán microgestos.
Taparnos la boca (simbolizando que no somos nosotros los que hablamos);
agitarnos mucho más en nuestros asientos de lo habitual; emitir una excesiva
cantidad de gestos de indiferencia (como quitándole importancia a lo que
estamos diciendo); contactar con nosotros mismos (el “toque nasal” con el que
nos frotamos o apretamos la nariz, el “auto-abrazo” en el que el cuerpo se
repliega sobre sí mismo o el “dibujo de labios” pasando el dedo alrededor de
ellos) o excedernos (la excesiva cara de alegría que ponemos cuando vemos a
alguien que no nos apetece saludar) son ejemplos de este tipo de comunicación
no verbal fugaz que, según esta tesis, nos delata.
Basándose
en teorías como las de Ekman, muchos científicos desarrollan en la actualidad
métodos para analizar las mentiras ajenas. Stephen Porter, del laboratorio de
Psicología Forense de la Universidad de Dalhousie, realizó por ejemplo un
experimento en el que pidió a varios voluntarios que expresaran alegría ante
una serie de imágenes, algunas de ellas perturbadoras. En el artículo en el que
publicó los resultados (Identifying concealed and falsified emotions in
universal facial expressions) afirmó que la cara delataba a las personas cuando
expresaban un falso sentimiento. Señales sutiles como un parpadeo de ojos, un
microgesto de asco o una frente sudorosa permitían distinguir, según él, cuando
la persona estaba mintiendo.
La
comunicación no verbal no es el único criterio que se analiza en este tipo de
técnicas: el contenido del discurso sirve también, supuestamente, para detectar
fraudes. En las últimas décadas, por ejemplo, se está perfeccionando un método
conocido como CBCA, análisis de contenido basado en criterios. En principio,
este método era usado para evaluar la credibilidad del testimonio infantil.
Pero últimamente se ha extendido su uso para adultos. La hipótesis subyacente
es que los seres humanos nos comunicamos de forma diferente cuando narramos
algo que hemos visto o algo que nunca hemos presenciado y estamos inventando
maliciosamente. En un caso estamos recordando, en otro fabulando: la verdad ya
existe, sólo la falsedad tiene que inventarse. Y eso puede apreciarse en la
forma de trasmitir el hecho.
Para
dilucidar si un testimonio es verídico, el CBCA analiza 19 factores del
contenido del discurso. Un ejemplo: cuando una persona miente, es más raro que
añada detalles superfluos a lo que está contando. Alguien que inventa no se
suele detener a describir cómo era la silla o cuánta gente había en el local,
porque supone demasiado gasto de energía mental para una persona que tiene que
crear lo que está contando. La misma idea está detrás de los otros factores:
las personas que mienten no suelen hacer correcciones espontáneas de su propio
testimonio, no suelen aludir a lo que sintieron mientras ocurrían los hechos,
no suelen admitir que a veces no se acuerdan de algún detalle...
Cada
vez hay más hipótesis e investigaciones sobre las falsas narraciones. Y, sin
embargo, no parece muy claro que la detección de la mentira haya avanzado mucho
en las últimas décadas. Por una parte, la vida pública sigue llena de
mentirosos a los que no se desenmascara hasta que cometen errores garrafales
(como George Psalmanazar) o deciden confesar (como la Monja Alférez). En las
últimas décadas, los políticos han seguido engañando al sostener la existencia
de armas de destrucción masiva o asegurando no haber tenido relaciones sexuales
con su empleada semanas después de disfrutar de una felación. Algunos maridos
desconsolados han aparecido en televisión, asimismo, haciendo lacrimógenos
llamamientos para encontrar pistas de sus mujeres desaparecidas después de
asesinarlas. Y los tramposos siguen inventando y suplantando: desde el
periodista italiano que fabrica entrevistas y publica en las redes sociales
falsos fallecimientos de personajes famosos hasta la mujer que usó su
supuestamente dramática historia (que incluía novio muerto en el 11-S con el
que estaba a punto de casarse) para hacerse con la presidencia de la Red de
Supervivientes del World Trade Center sin haber estado ni siquiera en Estados
Unidos en esas fechas… ni tener, por supuesto, ningún novio en las Torres
Gemelas.
Por
otra parte, en la vida privada da la impresión de que tampoco ha mejorado
nuestra capacidad de detección del fraude. Jaume Massip, profesor de la
facultad de Psicología de la Universidad de Salamanca, escribió en el 2005 un
artículo que titulaba: “¿Se pilla antes a un mentiroso que a un cojo?”, en el
que aseguraba que no hay evidencias de que tengamos capacidad para detectar al
que miente. Sus análisis arrojan como resultado que la precisión humana para
juzgar correctamente una declaración está en torno al 55%. Es decir: de cada
cien afirmaciones de otras personas, acertamos 55 y fallamos 45. Viene a ser
más o menos como si juzgáramos al azar.
Y
es que los demás nos siguen engañando sin problemas porque sigue siendo difícil
saber qué es mentir y continuamos teniendo muchas razones para cortocircuitar
nuestros sensores de la honestidad. A pesar de los supuestos avances en la
investigación, no está claro que sea posible saber siempre la verdad y, en
realidad, tampoco es seguro que prefiramos que los que nos rodean no nos
mientan nunca.
Respecto
a lo primero, la detección fiable de la mentira es incompatible con la
complejidad de los sentimientos humanos. Las técnicas más científicas se basan
en un postulado: engañar crea unas emociones determinadas y decir la verdad,
otras. La consecuencia sería, por ejemplo, que fabricar embustes nos crearía
ansiedad y contar las cosas tal como sucedieron nos relajaría. Si fuera así,
las técnicas serían cada vez más rigurosas, porque detectar el nerviosismo (y
su consiguiente hiperactivación del sistema nervioso autónomo) es relativamente
sencillo.
Pero
la sentimentalidad humana es más compleja. Nos podemos sentir desasosegados
contando la verdad y tranquilos mintiendo. Un ejemplo cotidiano: hay personas
que parecen engañar a sus parejas cuando cuentan el tiempo de más que se han
pasado en su oficina porque se sienten culpables por su falta de organización o
por la poca asertividad demostrada para salir a la hora. Y, sin embargo, esos
mismos individuos pueden inventar ficciones cómodamente para cubrirse las
espaldas mientras están con un amante, porque en su fuero interno no creen
estar engañando a su pareja.
Esta
complejidad de sentimientos como la culpa o la vergüenza es, por ejemplo, la
causa del fracaso del polígrafo, una herramienta que utiliza variables como el
ritmo cardiaco y respiratorio o la presión arterial para detectar la supuesta
ansiedad de los mentirosos. El problema de esta técnica es que un asesino de
carácter psicopático y tranquilo, que no se sienta culpable por lo que ha hecho
y que haya dormido bien el día anterior, tiene bastantes posibilidades de no
ser detectado. Y, sin embargo, la pareja de la víctima, si se siente
responsable de la muerte por no haberla protegido, lleva días sin descansar y
establece una tensa relación con el investigador, es fácil que aparente ser culpable
a la luz de los datos. De hecho, el psicólogo de la Universidad de Minnesota
David Lykken afirma que, cuando se realizan pruebas en condiciones
verdaderamente científicas, se llega a la conclusión de que alguien que dice la
verdad tiene un 53% de posibilidades de quedar como un mentiroso ante el
polígrafo, la máquina de la verdad.
La
otra razón que dificulta la detección de la mentira es nuestra propia capacidad
de autoengaño. Es lo que la psicóloga Maureen O’Sullivan, de la Universidad de
San Francisco, llama “necesidad de creer a los que queremos”.
Por
una parte, vivir en la continua sospecha sería muy tenso. En los experimentos
que analiza el artículo de Massip, se evidencia que somos más eficaces a la
hora de detectar la honestidad. Tendemos a dar por hecho que la otra persona no
miente y por eso, cuando alguien nos dice la verdad, acertamos en un 60% de los
casos. El problema lo tenemos cuando nos intentan colar gato por liebre: sólo
nos percatamos en la mitad de los casos. Y está bien que sea así: nuestra forma
de amar, admirar y seguir a determinadas personas incluye aceptar que nos
engañen. Como afirmaba el escritor italiano Cesare Pavese, “el arte de vivir
consiste en el arte de aprender a creer en las mentiras”. La necesidad de este
mecanismo es muy clara si nos planteamos la “utopía de la verdad”: ¿Le gustaría
saber en todo momento lo que de verdad piensan los demás de usted? ¿Cree que
alguien resistiría estar a su lado si usted supiera siempre todo acerca de esa
persona?
Para
evitar esto, la mentira seguirá, probablemente, estando a salvo. Y, de hecho,
los datos muestran una y otra vez que todos mentimos y que todos necesitamos
creer que tenemos trucos para que los demás no nos engañen. Aunque la ficción
invente personajes que saben siempre la verdad y aunque todos creamos tener
trucos para detectar el embuste de los que tenemos cerca (esa mirada huidiza de
nuestra pareja, ese gesto desplazado de nuestro hijo o esa rara conducta de
evitación de nuestro jefe), las señales infalibles siguen sin encontrarse.
Nietzsche
afirmó: “Lo que me preocupa no es que me hayas mentido, sino que de ahora en
adelante ya no podré creer en ti”. Quizás el objetivo final de los que
desarrollan instrumentos para la detección de la mentira no sea tanto llegar a
tener alarmas contra impostores, sino algo mucho más importante: ayudarnos a
seguir creyendo que podemos confiar en los demás porque sabemos detectar sus
embustes.
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